“Turismo es como llamamos a alucinar cuando otros lo hacen”, reza un oportuno ensayo publicado recientemente en The New Yorker. En una leída profunda y, desde un punto de panorama filosófico, Agnes Callard desflora la margarita de las motivaciones que nos llevan a alucinar cuando comienza nuestra oportunidad anual de refrigerio, se pregunta si opinar que me encanta alucinar continúa significando poco, e incluso bichero a sus lectores la espinosa pregunta de si alucinar ha aportado a su vida efectivamente tanto como quieren pensar.
Por supuesto, todo depende mucho de cómo se haga. Pero cuando se negociación de pasarse los destinos de moda, los enclaves populares en TikTok, tomar la fotografía que todos están subiendo a Instagram, pasarse los cuatro sightseeings fundamentales, cabría preguntarse si estamos llevando a lado de verdad esa actividad que supuestamente alimenta el alma y no un acto más de consumo masivo, con un enorme impacto ambiental y humano. “¿Por qué queremos trasladar el estrés y la ansiedad que ya tenemos en nuestro día a día al delirio?”, se pregunta la editora Alba G. Mora en un audio de WhatsApp desde Osaka, Japón.
Lo que Callard deja fuera de su circunloquio es la cuestión del impacto humano del turismo sobre las personas que viven el resto del año en ese ornamento vacacional de otros. Un impresión similar al de una abrasión por destilación. Una chispa no hace daño a nadie, por supuesto. Dos, siquiera. Pero en algunos lugares las voces intentan hacerse oír: las personas de Hawái, que llevan primaveras advirtiendo del daño que causa desde los 70 la explotación de su demarcación, viven tras los incendios profundos dilemas acerca de la actividad turística que continúa, a pesar de sus tragedias personales, Venecia aumenta su tasa turística, los vecinos de La Viñal en Cádiz temen el día que una ambulancia tenga que abrirse paso entre las terrazas, los de Málaga, lamentan ser incapaces de acceder a una vivienda en su propia ciudad, los de Santiago de Compostela, que la plaza del Obradoiro esté continuamente en estado de “macrofestival”, y los de Madrid o Barcelona, tener que desentenderse sus viviendas en el centro de la ciudad. Si les escuchamos, desde el interior aflora la pregunta; ¿a costa de qué tienen espacio nuestras asueto de ensueño?
Hay una idea dolorosa a la que no queremos enfrentarnos cuando visitamos una población turistificada: que las personas locales que nos cruzamos preferirían que no estuviéramos allí. Saben que probablemente sea la actividad económica más importante de su entrada, y con todo su corazón les gustaría que hubiera otra. Una alternativa para que no todo dependiera de cumplir con las expectativas de esta población pasajera. Cuando viajamos pensamos que estamos creando riqueza, y sin duda alguna riqueza se ensancha, pero no podemos residir de espaldas a la contradicción de que nuestra presencia, al mismo tiempo, desgasta y ensucia infraestructuras, encarece el mercado inmobiliario, y abarata los costes creando condiciones de trabajo acullá de una normalidad aceptable (a menudo además estacionales y sumergidas) en aquellos puntos más masificados. De alguna modo, hemos de reunir la valentía suficiente para pinchar la burbuja y dejar de habitar la inventiva de que nuestro delirio es un apoyo simbólico a ese destino, una salvación para sus vecinos, que viven de esto.
La búsqueda de la autenticidad para darle sentido a todo
“Delirar hace muy evidentes nuestras debilidades y ansiedades, miedos. La privación constante de hacer cosas y ver cosas, más que nadie, de conseguir que nuestro delirio sea más auténtico que el de cualquier otra persona”, observa Alba G. Mora. Es a la conclusión que llega en el transcurso de su delirio a Japón. Ha conocido a decenas de personas agolpándose para tomar una instantánea concreta, aglutinándose en los lugares virales en redes sociales, tomando fotos de personas que trabajan en los puestos de comida de la calle sin su consentimiento, e incluso a adolescentes por la calle. En el ciudadela de Gión en Kioto, ha conocido carteles que piden no tocar a las geishas.“No solo dejas una huella cogiendo un avión de un planeo de 14 horas, sino además una huella molestando a familia que está trabajando.” Para ella, la búsqueda de la autenticidad pasa con menos miramientos por agobiar a la familia sobre todo en aquellos lugares y países “en los que todavía tenemos muy presente la imagen del otro, lo chocante, la otredad”.